jueves, 8 de octubre de 2009

La miseria del mundo.

RESEÑA

Pierre Bourdieu (dir.), La miseria del mundo, Akal, Madrid, 1999.

Este libro colectivo supone una mirada comprensiva sobre testimonios de hombres y mujeres en relación con sus existencias y sus dificultades de vivir. El sociólogo francés Pierre Bourdieu denuncia en su introducción a los que instituyen la “gran miseria” como referencia cotidianamente utilizada, con fines de condena (“No tienes que quejarte”) o de consuelo (“Sabes que hay quienes están mucho peor”), frente a la “miseria de posición”. Además, señala que “instituir la gran miseria como medida exclusiva de todas las demás significa prohibirse percibir y comprender toda una parte de los sufrimientos característicos de un orden social que, sin duda hizo que aquélla retrocediera (de todas formas, menos de lo que suele decirse) pero que, al diferenciarse, también multiplicó los espacios sociales (campos y subcampos especializados) que brindaron las condiciones favorables para un desarrollo sin precedentes de todas las formas de la pequeña miseria”.
En el capítulo que dedica a “los excluidos del interior” se presta atención al sistema de enseñanza. Señala que, frente a la eliminación precoz y brutal que practicaban las instituciones de enseñanza secundaria sobre los hijos de las familias culturalmente desaventajadas en los años cincuenta, su “democratización” ha producido paradójicamente una devaluación de los títulos y una diversificación de sus ramas (que reorientando y seleccionando al alumnado, aplica prácticas de exclusión más suaves, inadvertidas, y por ello con un mayor efecto de legitimación social): “La escuela excluye, como siempre, pero en lo sucesivo lo hace de manera continua, en todos los niveles del cursus..., y conserva en su seno a quienes excluye, contentándose con relegarlos a las ramas más o menos desvalorizadas”. “Obligados por las sanciones negativas de la escuela a renunciar a las aspiraciones escolares y sociales que la escuela misma les había inspirado, y forzados, en una palabra, a bajar sus pretensiones, arrastran sin convicción una escolaridad que saben sin futuro”. Esto se traduce en la pérdida de la antigua adhesión de las familias populares hacia la institución escolar, reflejado en signos como la pérdida del antiguo respeto a los profesores, la resignación desencantada, o los hábitos y vestimenta del alumnado, que parecen querer recordar que la verdadera vida está en otra parte.
En algunas entrevistas recogidas en el libro se describe el universo anónimo y frío del Liceo (frente al colegio), la sensación de anonimato (fortalecida por el incremento de alumnado en las aulas), las normas de exigencia más elevadas, la nueva jerarquía de materias. En el Liceo domina la lógica de la selección, produciéndose un deterioro de las relaciones del alumnado con los docentes. Por otra parte, éstos últimos denuncian las presiones y medidas administrativas que pretenden mejorar los resultados escolares, sin enfrentarse a una verdadera mejora de las posibilidades, una lucha contra las desigualdades sociales que perpetúa el actual sistema de enseñanza: “De tal modo, mantener en ésta (la escuela) a quienes antaño habrían sido “excluidos” sin crear al mismo tiempo las condiciones de una acción educativa eficaz dirigida a alumnos que dependen más de la escuela para adquirir todo lo que ella exige, implica hacer surgir dificultades de todo orden, capaces de deteriorar las condiciones de trabajo de los docentes sin mejorar realmente la suerte de los alumnos”. Con ello se consigue mantener a muchos alumnos, durante más tiempo en el colegio, en una situación de fracaso, generadora de pasividad o violencia.
Otro aspecto interesante es la introducción de la ley del mercado en el sistema escolar, el desarrollo de medidas de “descentralización” y competencia entre las instituciones que engendra nuevos círculos viciosos: una diversificación e individualización de la enseñanza que no menciona las condiciones materiales necesarias para un cambio semejante; una “autonomía” que intima a los equipos educativos a resolver por sí mismos los problemas producidos por esas políticas centrales, oponiendo de manera maniquea los centros y profesorado “de excelencia” en los que existe la “voluntad de avanzar a toda marcha”. Curiosa forma ésta de “minimizar las dificultades o imputarlas así a quienes las viven”, contribuyendo así a “la desmoralización de aquellos que sufrieron un mayor deterioro de las condiciones de ejercicio de la profesión”. Esta torcida estrategia de privilegiar las capacidades y compromisos de los agentes de la escuela (“la ética del esfuerzo” en el alumnado o “el compromiso del profesorado en los programas de calidad”) acaba convirtiéndose en otra forma de culpabilizar a las victimas. Por último, celebrar este tipo de análisis, que suponen un intento matizado de entender el malestar docente y la violencia en la escuela más allá de interpretaciones maniqueístas y una visión indiferenciada del profesorado y alumnado.
José B. Seoane

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