jueves, 25 de noviembre de 2010

La polémica de los uniformes escolares

En los comienzos de la Transición española, tras la muerte del dictador, apareció un personaje de viñeta, Miguelito y la Liga de los sin bata (en la revista Por Favor, de la mano de Romeu). La lucha contra el uniforme (la bata), reflejaba las movilizaciones que se estaban produciendo en las aulas. A finales de la Transición, en 1980, el Gobierno de UCD impuso su proyecto de Estatuto de Centros Docentes que dejó sin resolver muchas cuestiones en torno a la democratización de los centros y la participación del alumnado. Unas cuestiones que, en la actualidad, se intentan solucionar desde el recurso a la autoridad, y la crítica a las alternativas o propuestas pedagógicas que en esos años tuvieron tanta fuerza. Los niños de la Liga de los sin bata ya no van al colegio, pero sus hijos quizás tendrán que volver en nuestros días a ponerse uniforme o bata escolar, aunque vayan a colegios públicos. Esto, que puede parecer un detalle menor en los tiempos que corren, no deja de ser una muestra de las actuales tecnologías políticas aplicadas a la escuela y al cuerpo de la infancia. Como ha señalado Inés Dussel, "de modo bastante evidente, los uniformes constituyen un intento por parte del sistema escolar de recuperar autoridad" (Dussel, I., "Fashioning the schooled self through uniforms: A Foucauldian approach to contemporary educational policies" en Baker, B. And K. Heyning (eds.), Dangerous Coagulations. Essays on Foucault and Education, Peter Lang, New York & Bern, 2004, pp. 85-116). Según Dussel, "la vestimenta transforma a los cuerpos en signos legibles, permitiendo que el observador reconozca patrones de docilidad y transgresión". Además, representan a la escuela más allá de sus confines, como un símbolo de compromiso del alumnado y sus familias con las metas de la escuela, y son una imagen de respetabilidad y orden. Los defensores del uniforme escolar, que han traspasado los marcos de las pedagogías liberales y las retóricas neoconservadoras, y se encuentran también entre determinados sectores "progresistas", se centran en tres cuestiones:  disciplina, anti-consumismo e igualdad social. Se utilizan argumentos como el de intervenir contra la vestimenta de las bandas y los "esclavos de la moda", pero, en la práctica, los estudiantes también introducen diferencias y distinciones en sus uniformes, y en realidad, subraya Dussel, el uniforme se convierte en "una forma de evacuar políticamente las marcas de la diferencia".
En esta misma línea, Gl. M. Leck ("Uniformes escolares, pantalones anchos, muñecas Barbie y trajes de ejecutivo en los consejos escolares", en Pensando Queer, Barcelona, Graó, 2005, pp.183-204) sostiene que "del mismo modo que la aspirina oculta el dolor de cabeza, el uniforme escolar oculta la exhibición necesaria de las diferencias que existen en la posición social y las normas culturales. Tal vez parezca que el enmascaramiento que ofrece el uniforme favorece el equilibrio en el terreno de juego, pero quienes estén comprometidos contra la desigualdad social verán que la máscara del uniforme, en realidad, sólo es un impedimento en la erradicación de esa desigualdad". Con los uniformes la diversidad de disfraza y así se ignora con mayor legitimidad. El uniforme, además, impone en muchos casos, estereotipos de género en la vestimenta de niños y niñas. Se elige trabajar con los síntomas, no con las causas de los problemas sociales entre los jóvenes. La introducción del uniforme en la escuela es utilizada en ocasiones como estrategia de cambio de imagen en escuelas con problemas y produce la sensación temporal de una comunidad que se implica y de una colaboración entre familias y escuela. Se confunde uniformidad con igualdad. Pero, en la práctica, el uniforme sólo sirve para ignorar, devaluar y cercenar las manifestaciones, entre el alumnado, de una identidad social, sexual y de clase inconformista, lo que "niega oportunidades de interacción social muy importantes y enmascara las claves sociales".  En este sentido, señala Leck, "no contempla la necesidad de los enseñantes de conocer en primera persona las características culturales, de clase, sexuales, de género y raciales del alumnado al que están educando". Además, añade esta autora, "la postura  sobre uniformes escolares es, en términos generales, un modelo paternalista de reforma que culpa a los niños de un consumismo incontrolado para después tratarlos como si fueran muñecas recortables a las que se viste como adultos. Los estudiantes no son y nunca han sido recipientes pasivos de cultura. Su interacción con los símbolos de la cultura del vestir es una rica expresión personal. La idea paternalista de que los niños y niñas son el último peldaño del escalón y deben aprender cuál es su lugar ignora las ricas contribuciones que los consumidores/creadores jóvenes han hecho a la cultura popular. Y lo que es más importante, la reafirmación del orden jerárquico amenaza con destruir parte de su poder cultural y de su responsabilidad en la toma de decisiones".
Dejemos, pues, que las escuelas públicas sirvan como entorno en el que los y las estudiantes puedan acercarse a la diversidad cultural, y que sirva como contexto en el que explorar identidades y creencias personales.
                                                                                  

El lenguaje de la crisis

Sigue llamando la atención que en estos tiempos de crisis social sigamos escuchando del Gobierno, y de muchos analistas y economistas, la idea de que la salida a esta situación consiste en fomentar la competitividad, no la solidaridad. Y esto se hace apoyado en un lenguaje, que repetido machaconamente desde distintos medios, va calando en muchos sectores y sirve, por una extraña alquimia, para deformar la realidad, convirtiendo a las víctimas de la crisis en culpables o responsables  de su situación. Ahora resulta que la salida a esta crisis no consiste en cambiar lo que la ha causado (eso sería mirar a un pasado que ya no interesa o parece explicar nada), sino en adaptarse a la nueva situación: renunciar a los viejos derechos sociales o laborales adquiridos, "flexibilizar" el mundo del trabajo, abandonar la idea de una ocupación estable, negar el valor de la experiencia del trabajador frente a una sociedad "en constante cambio" (¿hacia dónde?). En resumen, olvidarse de eso del "derecho al trabajo": el trabajo no es ya un derecho, sino una conquista en el marco de una dura competencia; una competencia en la que destacan nuevas expresiones, nuevos valores, como "ser emprendedor" o la "empleabilidad". Además, el derecho de huelga se convierte en "salvaje" cuando no llega a un acuerdo con el patrón sobre servicios mínimos, y "piquete" y "violento" pasan a ser sinónimos. Victor Klemperer, en LTI. La lengua del Tercer Reich (Barcelona, Minúscula, 2001) advertía de la seducción y confusión que producían, incluso tras finalizar la guerra, entre los jóvenes alemanes, determinados usos lingüísticos empleados en la época nazi. Denunciaba cómo se logró imponer a la colectividad, por unos pocos individuos, un modelo lingüístico que camuflaba tanto horror: "El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente... El lenguaje crea y piensa por nosotros, guía nuestras emociones, tanto más cuanto mayor es la naturalidad e inconsciencia con que nos entregamos a él".
José María Ridao escribía hace unos días un artículo en El País en el que denunciaba una idea bastante extendida entre los analistas de la actual crisis económica, "la idea de que pueden existir procesos económicos al margen de la voluntad y, por tanto, de la responsabilidad humana". Y ponía como ejemplo la explicación que el ex-presidente Felipe González hacía, en una entrevista de J. J. Millás, sobre el fenómeno de la actual globalización económica (incluida la del sector financiero), que ha tenido mucho que ver con la actual crisis. Felipe González sostenía que el presente modelo de globalización no era fruto de determinadas decisiones políticas, enmarcadas en el giro neoliberal iniciado en los años 80 en la política de numerosos países, sino que esta globalización era "la consecuencia de dos fenómenos: la caída del muro del Berlín y la revolución tecnológica". Así, paradójicamente, Felipe González, puede a la vez denunciar la idolatría del mercado, y aceptar, como "inevitable fatalidad" del desarrollo histórico y económico, sus devastadoras consecuencias. Pero lo que más me ha llamado la atención de la entrevista es la afirmación de González de que "el principal problema al que se enfrenta la sociedad actual es la empleabilidad, no el empleo". En la sociedad de "hágalo o sírvase usted mismo" (aunque para muchos no haya posibilidades de hacer o servirse), la empleabilidad sería la capacidad que debemos adquirir los trabajadores para, desde una posición activa ("con iniciativa"), encontrar un puesto de trabajo alternativo cuando el nuestro sea destruido, amortizado o redefinido según el cambiante "mercado laboral".  Pasa a ser, pues, nuestra responsabilidad, y nuestra culpa, no encontrar un hueco. Como indica Ridao, "da miedo pensar en el modelo de sociedad que presupone el concepto de empleabilidad; una sociedad en la que la vocación de los individuos, el aprovechamiento de sus capacidades específicas, las habilidades adquiridas por su experiencia y, en definitiva, su libertad, queden supeditadas a la necesidad de encontrar un empleo, sea el que sea".

lunes, 8 de noviembre de 2010

Sociología y Anarquismo

En el número de octubre de la revista El Viejo Topo ha aparecido una reseña que escribí sobre el libro Sociología y Anarquismo, de Raúl Ruano Bellido. Para los que no puedan leer la revista, aquí os dejo la reseña de este interesante libro:

Raúl Ruano Bellido, Sociología y Anarquismo. Análisis de una cultura política de resistencia. Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 2009, 415 páginas.

Hace algunos años, Fernández Buey (“Sobre marxismo y anarquismo”, La Insignia, 1 junio 2000) señaló la necesidad de renovar el diálogo entre la tradición marxista y anarquista, cuyos idearios se han ido fundiendo en ocasiones en algunos de los movimientos sociales críticos y alternativos de nuestro tiempo. Ya confluyeron en el pasado, en las movilizaciones de los años sesenta o durante la transición española, especialmente desde las revisiones críticas de las ortodoxias de ambas tradiciones. Este año, en el que se están organizando distintas actividades en torno a los 100 años de la creación de la CNT (1910-2010), sería una buena ocasión para reavivar este debate.
En las conclusiones del libro Sociología y Anarquismo, editado recientemente por la Fundación Anselmo Lorenzo, también se señala la posibilidad de una confluencia e incluso una reconciliación entre el socialismo y el anarquismo, como culturas de resistencia obrera que siguen siendo referentes en la búsqueda de alternativas a la crisis ética y material del capitalismo neoliberal. Para ello propone reactivar “el fondo social de conocimiento y de resistencia que se ha ido transmitiendo desde las tradiciones obreras del siglo XIX”. Y lo hace rescatando la memoria de algunos y algunas militantes anarquistas: analizando, en su contexto social y su dinámica histórica, las autobiografías escritas por militantes del movimiento libertario y los testimonios orales de veinte “supervivientes”. Una cita de Peter Burke contenida en este libro da quizás pleno sentido a su valor y actualidad: “Con frecuencia se dice que la historia la escriben los vencedores. También podría decirse que la olvidan los vencedores. Ellos pueden permitirse olvidar, mientras que los derrotados no pueden olvidar lo que ocurrió y están condenados a cavilar sobre ello, a revivirlo y a pensar en lo diferente que habría podido ser”.
La investigación que reseñamos se enmarca, como señala su autor, Raúl Ruano, en la historia oral o “historia desde abajo”, concretamente en la obra de dos pioneros de los estudios culturales, E. P. Thompson y R. Hoggart, que ayudaron a conectar al movimiento obrero con las viejas tradiciones de resistencia, rechazando toda visión superestructuralista de la cultura y reivindicando los elementos emancipatorios de la cultura popular como tarea política de los estudios culturales. Se trataba así de, utilizando un concepto de cultura vinculado con la experiencia de las clases populares, ampliar las luchas sociales al terreno sociopolítico y moral, evitando su reducción al plano económico. Siguiendo este paradigma histórico, se intenta anclar a la cultura en la subjetividad de los actores sociales, en su “experiencia vivida”. Frente a la historia de los grandes personajes o la historia institucional, propone una historia centrada en los valores, las expectativas y los comportamientos de los obreros. Como señala Raúl Ruano, “son poco frecuentes los trabajos que se detienen en comprender y analizar cómo eran y qué sentían los obreros, qué vidas llevaban, qué hacían en el trabajo y cómo se divertían, cómo interpretaban el mundo, que leían, cuáles eran sus miedos y cuáles sus sueños. Las investigaciones sobre la clase obrera, en general, no suelen informarnos sobre qué pensaban los propios trabajadores de sí mismos y del mundo que les tocó vivir”. En las entrevistas y autobiografías que recoge este libro podemos vislumbrar las conexiones del pasado del movimiento libertario con las nuevas “culturas de resistencia”, con los valores de los nuevos movimientos sociales emancipatorios (antimilitarismo, internacionalismo, crítica al consumismo, defensa de los valores de la solidaridad y la cooperación, etc.). Se trataba (se trata) de “cambiar la vida”, de buscar modelos de vida alternativa, de luchar contra todas las formas de dominación.
Destaca en la memoria de los viejos libertarios, así como en los clásicos del anarquismo ruso y mediterráneo, el carácter ético y moral del discurso anarquista. La ética libertaria, como indica Ruano, fue una cuestión angular en la filosofía de Kropotkin y Tolstoi, y llegaría a preocupar a Bakunin en su vejez. Según Anselmo Lorenzo, “el discurso del anarquismo español en general acerca de la cuestión social se detiene más en la crítica moral que en el análisis del mecanismo económico del capitalismo”. Se trata de una moral antiautoritaria, reforzada con los años de lucha de muchos y muchas militantes anarquistas frente a la represión gubernamental, con el paso por las instituciones totalitarias (la cárcel, el cuartel, la escuela...) que muchos padecieron. Su crítica al liderazgo y al culto a la personalidad se manifiesta en el recuerdo de algunos militantes de cómo, muy jóvenes, en el sindicato los adultos les animaban a hablar, a acostumbrarse a tomar la palabra; cómo en esos espacios de densa sociabilidad que creaban (el sindicato, el ateneo, la escuela), así como en la huelga y la lucha callejera, se sentían activos protagonistas de la historia. Ese comunitarismo, ese gusto por la vinculación y los fuertes lazos afectivos, era su arma para la supervivencia frente a la dominación, y afectaba a todas las esferas de la experiencia cotidiana. Entendían que no había libertad sin solidaridad.
En el último y muy interesante capítulo de Sociología y Anarquismo se analizan los debates planteados en varios grupos de discusión de jóvenes anarquistas: cómo socializar, gestionar democráticamente el tema del poder, cómo delimitarlo y redistribuirlo; cuál es la postura anarquista frente a la burocracia sindical, la democracia representativa y el capitalismo; como evitar la erosión de la sociabilidad y vitalidad comunitarias... En definitiva, cómo entender el anarquismo a comienzos del siglo XXI. El movimiento obrero, en sus tradiciones anarquista o comunista, sigue siendo un referente importante para los nuevos movimientos transformadores de nuestra época; pero la “crisis del trabajo” ha acentuado la ruptura en la transmisión del testigo anarquista y comunista, que construyeron sobre el trabajo asalariado, sobre una “ética del trabajo”, su alternativa societaria. Estas tradiciones tienen en la actualidad la obligación de repensar nuevos fenómenos como el impulso de la globalización, la tecnociencia o la crisis ecológica. El primer anarquismo, como señala Ruano, no supo desligarse del todo del sustrato ideológico común de la época: la fe en la ciencia y en el progreso (que le llevó a asumir las tesis higienistas de la medicina liberal sobre la degeneración, sus causas y remedios), cierto puritanismo, o la dificultad en asumir la cuestión feminista o la libre orientación sexual (homosexualidad). Además, “la Idea” libertaria no fue monolítica, sino que existieron tensiones dentro del anarquismo respecto a temas como el apoyo a los partidos federales y la legislación social, la actividad sindical o la cuestión de la violencia revolucionaria. Desde el marxismo, por otro lado, se criticó el voluntarismo y cierta tendencia milenarista en el movimiento libertario. No obstante, cuando parece imponerse el pensamiento “único” o “débil”, cuando las alternativas políticas al capitalismo neoliberal aparecen fragmentadas y se agudiza la crisis ecológica y social, es urgente y más necesario que nunca reactivar las tradiciones más cooperativistas y solidarias del movimiento obrero, superando viejas rencillas internas.
A pesar de su origen académico, la claridad y pasión que aplica Ruano a su escritura hace que este libro pueda hacer llegar a un amplio público el testimonio de los últimos “supervivientes” de la mayor revolución libertaria que ha conocido Occidente (en la esperanza de que pueda servir de alimento para las luchas de los movimientos emancipatorios de nuestra época, para impulsar las luchas sociales contra todo tipo de dominación).
                                                   



sábado, 6 de noviembre de 2010

La República platónica enfrentada al gobierno de Sancho Panza en la ínsula de Barataria.


Hace unos años, un alumno me indicó, cuando comentábamos la teoría política de Platón y su ideal de un gobierno dirigido por una aristocracia de sabios, la posible contraposición con el episodio de la Ínsula de Barataria en la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. En dicho episodio, los duques, tras la aventura de Clavileño, deciden continuar la burla y nombrar a Sancho Panza, que no sabía leer ni escribir, gobernador de una ínsula. Sancho duda de su capacidad, pero termina aceptando, no sin señalar antes que "no es por codicia que yo tenga que salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador". Además, indica a su amo que "no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes", a lo que don Quijote responde con el siguiente consejo:
"Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores, porque viendo que no sientes vergüenza, ninguno te pondrá a avengonzarte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estripe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer  tantos ejemplos, que te cansarán. 
Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y abuelos tienen príncipes y señores porque la sangre se  hereda y la virtud se adquiere, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale".
Junto a consejos sobre cómo conducirse en el gobierno, don Quijote continúa instruyendo a Sancho en normas de urbanidad y conducta (como no mascar a dos carrillos o evitar los refranes), al estilo de las obras de máximas para la educación de los futuros dirigentes. Más tarde, Sancho da pruebas de su sano sentido de la justicia en varios litigios entre vecinos de la ínsula, de tal manera que los burladores parecen quedar burlados.
En el capítulo XLIII, en el que don Quijote da nuevos consejos a Sancho, se produce el siguiente diálogo:
 -Señor -replicó Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy capaz para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero la parte más pequeña de mi alma que a todo mi cuerpo, y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla como gobernador con perdices y capones, y más, que mientras se duerme todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos, y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar, que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitree, y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.
-Por Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que por solas estas últimas razones que has dicho juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga. Encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención: quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece  el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan".
Así, todos se admiraban oyendo a Sancho Panza, y el mayordomo afirmaba estar admirado "de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que a lo que creo no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se ven cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados".

Es interesante también la carta que don Quijote envía a Sancho cuando éste era ya gobernador. Entre otros consejos, le recomienda que "para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía". Además, añade, "no hagas muchas pragmáticas (decretos), y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen". En la misma línea aristotélica le recomienda lo siguiente: "No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos, que en esto está el punto de la discreción".
Pero harto del hambre que le hacía pasar el doctor Pedro Recio, cansado de juzgar y hacer estatutos y pragmáticas, y tras el episodio del fingido ataque a la ínsula, del que sale muy maltrecho, Sancho decide coger su rucio y abandonar la ínsula. A pesar de dejar admirados a todos de sus razones y su determinación, Sancho decide volver a su "antigua libertad". 
El final de esta aventura parece conducir, sin embargo, al restablecimiento del orden, la vuelta al "lugar natural" que determina la condición social de cada uno:
"Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas".