Como siempre que escribo alguna entrada sobre música, casi siempre me viene a la memoria algún amigo con el que la he compartido o me la ha enseñado. Me ocurre lo mismo cuando escucho a Bob Dylan. Tenía un amigo del Instituto, Jordi, cuya familia había venido de Barcelona hacía poco y que me pareció muy peculiar. Cuando me invitó a su casa, donde escuchamos sin parar a Bob Dylan, su músico favorito, vi unas habitaciones organizadas de modo muy peculiar: cada una servía a alguna afición de algún miembro de la familia. En un gran salón convivían una gran mesa de ping-pong, una gran jaula de canarios que se elevaba hasta el techo y un equipo de música con una guitarra. En otra, caballetes y botes de pintura a la que todos eran buenos aficionados; creo que también había bicicletas y una pequeña biblioteca y..., ya no recuerdo si tenían cocina o dormitorios. Jordi podía tocar todos los temas de Dylan con la guitarra, y conocía sus letras. Luego fue campeón de ping-pong y profesor de Física en la Universidad de Granada. Cuando yo comencé a escucharlo ya no era el cantautor comprometido de Hurricane, sino que publicaba discos menores e iniciaba su crisis religiosa. Pero con frecuencia vuelvo a escucharlo.
A continuación, un tema clásico de Dylan
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