sábado, 10 de julio de 2010

Actualidad. La actitud del profesorado ante la crisis. 2


En el contexto de la “restauración conservadora” de la década de los 80 (la era de Reagan, Thatcher y el auge del neoliberalismo económico), Michael W. Apple (Maestros y textos, Paidós/M.E.C., Barcelona, 1989) ya señalaba que la mayoría de los educadores respondían a estas transformaciones económicas, políticas y culturales de una manera particular. Las ignoraban. Parecían percibir a la educación como “un proceso psicológico, íntegramente abarcado por el discurso del aprendizaje”. También en la actualidad, el profesorado no parece ver la educación como el resultado de conflictos económicos, políticos y culturales producidos históricamente, sino que la colocan en un compartimento estanco que impide entender su significado social.
Orientada desde un discurso psicológico acrítico, la escuela parece haber perdido sus conexiones con los debates éticos y políticos de nuestro tiempo, más preocupada por adaptarse a las “necesidades económicas”, y a sus requerimientos tecnológicos, tal como las definen los sectores dominantes. Ante situaciones de crisis económica como la actual seguimos escuchando la misma cantinela que denunciaba Apple en 1986: “No alteréis la economía; simplemente cambiad las escuelas, de modo que el árbitro último del contenido del currículum y las prácticas docentes sea un conjunto de necesidades definidas más o menos por el capital” (27). El causante del paro, la pobreza y la desigualdad ya no es el actual sistema económico, sino la falta de preparación técnica y de una “cultura del esfuerzo” en nuestros estudiantes, la falta de formación del profesorado, y otros males de la educación.
Por otro lado, como comentábamos en la nota anterior, el neoliberalismo producirá una proletarización y una pérdida de cualificación y autonomía entre los trabajadores (y, entre ellos, también los docentes). Desde la aplicación al proceso de trabajo de criterios económicos de “calidad”, racionalización y estandarización, se disminuye el control de los trabajadores sobre el tiempo, sobre la definición adecuada de las maneras de realizar una tarea y sobre los criterios para establecer rendimientos aceptables. Los intentos de racionalizar todos los aspectos posibles del trabajo conducen a una intensificación del mismo, lo que se convierte en un medio de destruir la sociabilidad de los trabajadores no manuales. Cada vez más cosas que hacer y menos tiempo para hacerlas. El ocio y el autogobierno tienden a desaparecer y aumenta el riesgo de aislamiento del profesorado dentro de su aula. La invasión de los procedimientos de control técnico del currículum en las escuelas llevará a la escisión entre concepción y ejecución del proceso de trabajo docente. Las habilidades adquiridas con la experiencia se atomizan, se redefinen y se adecúan a criterios productivos para aumentar la eficiencia y el control del proceso de trabajo. El profesorado se verá así impulsado a disminuir su responsabilidad en el diseño de los propios currícula (para eso ya están los libros de texto y los “expertos”), y a reforzar su responsabilidad en las preocupaciones técnicas y de gestión, entendida como un símbolo de un creciente “profesionalismo”. La instrucción aparece basada en las “competencias” y los currícula prefabricados, la gestión mediante objetivos (Plan de Calidad)... Pero se producen también resistencias que no se pueden reducir únicamente a las inercias, al inmovilismo o corporativismo del cuerpo docente. El profesorado, como señala Apple cambia en ocasiones los objetivos impuestos cuando no comprende su pertinencia, se resiste a la intensificación (buscando espacios para actividades de ritmo más lento), o interrumpe la “tarea” para dedicarse a relajadas discusiones con los estudiantes sobre temas de su propia elección.
En el proceso de trabajo del profesorado existen dos elementos materiales importantes cuyo generalización está condicionando fuertemente el aprendizaje: los libros de texto y las nuevas tecnologías. La gratuidad de los libros de texto y la extensión de las aulas TIC se han impuesto sin un debate crítico y han convertido a la escuela en un mercado lucrativo, abriéndola a las mercancías industriales de producción masiva. Respecto a los libros de texto, sería conveniente analizar las fuentes económicas, políticas y económicas de su producción, distribución y recepción. En nuestro país, por ejemplo, las escuelas católicas están vinculadas con sus propias editoriales; y el campo editorial ha encontrado dificultades en estandarizar el contenido de algunas asignaturas polémicas como la Educación para la Ciudadanía. Recientemente, una compañera que colaboró en el elaboración de un libro de texto de lengua y literatura me señalaba que la editorial le había “censurado” la introducción de algunos temas y autores porque no entraban en la consensuada “estandarización” del contenido de la materia.
Por otro lado, como comenta Apple, “es decisivo que cuando se introduzca la tecnología en la escuela, los estudiantes posean una comprensión seria de los problemas que giran en torno a sus amplios efectos sociales: ¿Dónde se usan los ordenadores? ¿Por qué se usan? ¿Que necesita realmente la gente saber para utilizarlos? ¿Mejora el ordenador la calidad de vida de alguien? ¿De quiién? ¿Perjudica la vida de alguien? ¿De quién? ¿Quién decide cuándo y dónde deben usarse los ordenadores?”. En general, los debates educacionales se limitan cada vez más a cuestiones técnicas. Las cuestiones relativas al “cómo” han sustituido a las relativas al “por qué”, desplazando las preocupaciones por un currículum democrático, por la autonomía del maestro y la igualdad de clase, sexo y raza: “Cuanto más transforma la nueva tecnología el aula en su propia imagen, tanto más una nueva lógica sustituye a la comprensión crítica, sea política, sea ética. El discurso del aula se centrará más en la práctica, y menos en el contenido” (168). Como también señala Apple, “antes de entregar las escuelas a las exigencias de la nueva tecnología y las corporaciones, hemos de estar muy seguros de que nos beneficiará a todos, y no primordialmente a quienes ya detentan el poder económico y cultural. Esto exige una continua discusión democrática, y no una decisión tomada a toda prisa bajo la presión económica y política que hoy se ejerce sobre las escuelas” (158). Hay que evitar la atropellada obsesión por emplear el ordenador en todas las áreas de contenido: “En nuestra sociedad, la tecnología se contempla como un proceso autónomo. Se la aísla y se la considera como si tuviera vida propia, independencia de las intenciones, el poder y el privilegio sociales. Examinamos la tecnología como si se tratara de algo en constante cambio, algo que cambia incesantemente nuestra vida en la escuela y en otros sitios. Esto, por supuesto, es en parte verdad, y es bueno hasta cierto punto. Sin embargo, al centrarnos en lo que cambia y en el cambio, podemos dejar de preguntarnos qué relaciones permanecen idénticas. Entre las más importantes de esas relaciones se encuentran los conjuntos de desigualdades culturales y económicas que dominan incluso sociedades como la nuestra” (149). Sin negar la posibilidad de un uso crítico y transformador de las nuevas tecnologías, también deberíamos estar atentos a factores como su alto costo (lo que puede ir en detrimento de programas para los más desfavorecidos), la dependencia respecto del software prefabricado (y generalmente de baja calidad), o la utilización automática, mecánica y relativamente de bajo nivel que prevalece en la escuela de clase obrera, frente a la habilidad de programar y un uso creativo en las escuelas de los sectores sociales más favorecidos.

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