miércoles, 7 de julio de 2010

Actualidad. Actitud del profesorado ante la crisis económica.


Seguimos desde hace tiempo los debates e intervenciones acerca del enésimo intento de reforma educativa por parte del Ministerio, marcado en este momento por un contexto de crisis social y económica profunda. El actual recorte de derechos sociales por parte del Gobierno, por lo visto en la pasada huelga de funcionarios, parece conducir más a la desmovilización que a la lucha activa contra la imposición de unas medidas que nos hacen retroceder. Retroceder en los pequeños avances arrancados a las elites gobernantes y económicas de nuestro país, tras las fuertes, y en ocasiones sangrientas, movilizaciones obreras del final del franquismo y la transición. El propósito de estas movilizaciones por universalizar derechos laborales y sociales para una sociedad más igualitaria se invierte ahora en denuncia de los supuestos “privilegios” de los que disponen de un trabajo estable. Ya en la larga huelga del profesorado de la primavera de 1988, se acusó a este sector de trabajadores de corporativismo y privilegio y se hicieron llamadas a su conciencia como profesionales responsables.
Entre los propios trabajadores afectados se utilizan argumentos como la “responsabilidad” o la inutilidad de una huelga contra un decreto ya aprobado. Pero, ¿dónde queda la indignación frente a la ruptura unilateral de los convenios colectivos?, ¿de qué sirven entonces, si el Gobierno ni siquiera se reunió con los sindicatos para renegociarla o discutirla? Respecto al segundo argumento, parece como si el triunfo de la razón instrumental y eficientista, también en el ámbito docente, se extendiera al derecho de huelga. El que sea difícil hacer retirar al Gobierno su decreto laboral y sus recortes sociales, dada la mayoría parlamentaria a su favor, no es un obstáculo para que manifestar el rechazo frontal a estas medidas y apoyar cuantas protestas y huelgas vayan en este sentido. La fuerte presión social, pese a la arrogancia de los que defienden la “responsabilidad” y “valentía” de nuestros gobernantes, no deja de tener sus efectos, y probablemente pueda frenar nuevas agresiones del neoliberalismo dominante (la fuerte campaña mediática contra los huelgistas “salvajes” y la necesidad de legislar sobre el derecho de huelga va en este sentido; así como los cambios en el sistema de pensiones y en las empresas de servicios públicos, según supuestos criterios de eficiencia y calidad). ¿Cómo criticar la pasividad de los sindicatos cuando luego sus convocatorias de huelga o manifestaciones tienen tan poco seguimiento?
El profesorado parece debatirse en la misma doble moral que indicaba Martínez Bonafé (“Tecnocracia y control sobre el profesorado”, Cuadernos de Pedagogía, 1992) en la larga huelga de la primavera de 1988: entre los que la entendían como la lucha de un colectivo de trabajadores frente a su patrón, o los que la percibían como la protesta de un colectivo de profesionales funcionarios luchando por su homologación. La recomposición sociológica del profesorado y de su visión como colectivo laboral arrancaría en la LGE de 1970, y continuaría durante la transición y el posterior gobierno de la socialdemocracia. El profesorado, perdida su identidad con la clase trabajadora de la que es mayoritariamente originario, no se identifica tanto como un “trabajador de la enseñanza” como con un técnico, un funcionario, un profesional de la enseñanza. Su trabajo se inscribe en un diseño profesionalista de la enseñanza, reflejado en la intensificación de un lenguaje técnico, inspirado en un psicologismo acrítico, que sirve de apoyo en la búsqueda del “prestigio profesional” docente. El profesorado parece situarse en una extraña encrucijada de demandas y exigencias sociales: el malestar por la proletarización del trabajo docente (su pérdida de autonomía, el aumento progresivo del control por la tecnoburocracia gubernamental) no adopta en muchas ocasiones respuestas solidarias o críticas, sino que acude a recursos como el corporativismo frente a las demandas sociales, o la defensa de la profesionalización frente a la intromisión de las familias o el alumnado. Como ha señalado Martínez Bonafé, los debates radicales, desde la sociología y la filosofía críticas de los años 60 y 70 parecen darse por cerrados. El profesorado permanece “sin armas teóricas para explicar los valores, creencias e intereses que estructuran su trabajo”, envuelto en una retórica reformista bienintencionada “cargada de psicologismo y vaciada de toda problematicidad relacionada con la sociología crítica y la antropología cultural”. Desde la potenciación de las nuevas tecnología, la configuración de programas, la elaboración de los libros de texto, se trata de ayudar a transmitir mejor el conocimiento, pero se ocultan las conexiones entre conocimiento y poder bajo una lógica tecnocrática. Se olvidan de tratar el conocimiento como “algo problemático dinámico, ideológico, vinculado a intereses socialmente e históricamente creados”. El profesorado parece ajeno e ignorante respecto a los modelos alternativos globalizadores de la escuela pública. Parece incluso distante del debate y la militancia sindical o pedagógica, tan activa desde finales de la dictadura, desde los Movimientos de Renovación Pedagógica y las Escuelas de Verano. ¿Añorando quizás la disciplina, la segregación escolar, la tarima y el uniforme como recurso frente a la compleja convivencia de las aulas? ¿Intentando, con frustración la mayor parte de las veces, resolver entre las cuatro paredes de su aula, contradicciones y tensiones que es necesario enfrentar colectiva y solidariamente, con las familias, con el resto del profesorado, con las aportaciones más críticas y participativas de pedagogos, antropólogos o psicólogos?

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