sábado, 7 de noviembre de 2009

Pippi Calzaslargas y la campana de cristal


Cuando hablábamos en clase de las normas y convenciones morales o sociales, me acordé de un personaje literario y televisivo infantil que destacó en su época por su anticonvencionalismo e imaginación. Con treinta años de retraso respecto a la aparición en su país de origen, Suecia, las pantallas de TVE emitieron, en el último año del franquismo, las aventuras de Pippi Calzaslargas, que muchos recordaréis. Su emisión provocó las cartas de protesta de muchos padres, y la prensa y revistas de la época se hicieron eco de la polémica. Esta niña pelirroja fue creación de la escritora Astrid Lindgren (Premio Andersen de Literatura infantil). Pero ciertos sectores la consideraban un mal ejemplo para la infancia española, pues no acudía a la escuela y vivía sola (con su mono "Señor Nilsson", y su caballo "Pequeño tío") alejada de la tutela adulta. En una encuesta del diario ABC (23/2/1975), muchos maestros consideraban sus aventuras como antipedagógicas y antimodelos de urbanidad. Hasta la pobre Heidi era denunciada por vivir “alejada de la civilización (la escuela y la ciudad), en la libre naturaleza".
En esta época todavía regía la Ley de Prensa de 1966, la famosa Ley Fraga, que en su artículo 15 dedicaba atención al estatuto especial de la Literatura infantil y juvenil, al que atribuía un carácter independiente con respecto a las demás actividades editoriales. En el Decreto de 19 de enero de 1967, se establecían una serie de prohibiciones que afectaban a estas publicaciones: “Exaltación o apología de hechos o conductas inmorales; presentación escrita o gráfica de escenas o argumentos que supongan exaltación o justificación de comportamientos negativos, o defectos o vicios individuales o sociales, o en que se resalte el terror, la violencia, el sadismo, el erotismo, el suicidio, la eutanasia, el alcoholismo, la toxicomanía o demás taras sociales”, “narraciones fantásticas imbuidas de superstición científica que puedan conducir a sobrestimar el valor de la técnica frente a los valores espirituales”, “atentado a los valores que inspiran la tradición, la historia y la vida española”, etc. Con esta campana de cristal para la infancia, los editores dedicados a la edición de libros infantiles “llegaron a la conclusión de que la pretensión censora era apartar al niño o al joven de todo aquello que pudiera parecer inteligente” (Cisquella G. y otros, La represión cultural en el franquismo. Diez años de censura de libros durante la ley de Prensa (1966-1976). Anagrama, Barcelona, 2002, p. 125). Para estas publicaciones, la autorización administrativa sí pasaba por una censura previa (art. 22), y ésta era doble, la de la Comisión de Información y Publicaciones Infantiles y Juveniles (presidida por el padre Vázquez, sacerdote dominico), y la del organismo censor general.

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